“Ya existían, por supuesto, otros nombres para el río: Yuma, Guaca-Hayo, Karakalí, Kariguaña y otros que, al igual que estos, aludían a la grandeza de las culturas y los caciques que vivían a lo largo de su ribera, en tierras que permanecieron por el momento fuera del alcance de los españoles”. (p. 41)
161. Magdalena: Historias de Colombia – Wade Davis
Luego, llegaron los españoles: Jiménez de Quesada, Rodrigo de Bastidas, Sebastián de Belalcazar… Nombres múltiples fueron reemplazados por nombres únicos, religiosos, nostálgicos de Europa, hispanos. Aves, montañas y ríos con infinidad de apodos -cada uno lleno de conocimientos- fueron olvidados, erradicadas las comunidades que habían aprendido a aceptar ese simple principio: «que en la diversidad de vidas hay poder».
Sí, de nuevo estoy leyendo al ‘viejo Wade’ como lo llamaba un amigo. Otro anfibio encantado de Colombia, un amante de cada río que encontraba. Cuerpos con los cuales entraba en una danza: una coreografía con verónicas y gaonelas contra una fuerza mayor al toro de Creta. Creciendo, como se queja Germán Ferro en el libro, nos enseñaron a pintar los ríos de azul, cuando en realidad son marrones: llenos de sedimento, que es vida, montañas en movimiento. Cuerpos cargados de vida.
Y sí, no hay mayor potencia que la de una gota de agua, que, en corrillo, en grupo, impulsada por la gravedad, besando las orillas, intenta como único propósito de su existencia llegar al mar. En este frenesí está molécula crea ríos; cuando se estanca, lagos; cuando las detienen, embisten con una rabia que decidimos disimuladamente llamar energía hidroeléctrica. A esta fuerza la miraba mi amigo a los ojos, haciéndole lances con un remo. Hasta aquella corrida en el Calderas, dónde confluyeron pasión, curiosidad, hubris, preparación inadecuada.
‘Viejo Wade’ le decía al antropólogo. Me vio leyendo un día a la sombra de árboles de Nueva Inglaterra; cerca a un lago, pero leyendo (de nuevo) acerca de un Río que pasa por Colombia. “¿Viejo Wade?” Lo encaré, defendiendo el honor de uno de mis referentes sobre Colombia. “Sí, el viejo Wade. [continuaba con una sonrisa] Es amigo de la familia; parcero.” ¿P-pa-parcero? Ahí consiguió mi plena atención. Mi cara de desconcierto lo llevó a contarme sobre la publicación de libros con la Editorial Sílaba. Uno de ellos –Los Guardianes de la Sabiduría Ancestral: Su Importancia en el Mundo Moderno– reposa en la librería de mi casa. Hablaba tratando a Davis de ‘bacán’, ‘parcero’, ‘ese man’; mirándolo como persona, como su igual, mientras yo sostenía ese libro y caía en ensoñaciones.
Yo no soy de ríos, sino de dónde nacen los ríos. Que acá en Colombia no es otro lugar que el páramo. Ese piso térmico al cual los árboles le huyen, muertos de frío, dónde la neblina ciega y el aire no da aliento. Allí me dirijo ceremoniosamente, guiado, sin reconocerlo, por fuerzas que Robert MacFarlane bien entiende: “amor por la altura, por las vistas, por el hielo, por los glaciares, por lo desconocido, por las cumbres, por el riesgo y el miedo” (MacFarlane 2003, p. 226). El agua, en cambio, le tiene miedo a las alturas, sufre de soroche, y por eso huye. Eso no quiere decir que el páramo sea un desierto, todo lo contrario: es un pastizal empantanado donde, perezosas, las nubes apenas se levantan, mientras el agua duda si escapar fluyendo o flotando.
He estado en alturas donde nacen ríos que nutrirán el Pacífico colombiano. También en páramos cuyos arroyos llegarán al Orinoco. Aunque, la mayoría de cerros que he visitado hacen parte de la inmensa cuenca del río Magdalena. Pero, nunca he visitado su nacimiento, tampoco los centenares de páramos que se encuentran hacia el sur: en el Huila, el Valle del Cauca, Cauca y Nariño. Miedo, omnipresente. Es Colombia dónde habito, escapar de la incertidumbre, de la zozobra, es imposible. Me habitó mientras visitaba el Parque Nacional Puracé, a apenas kilómetros de donde ‘el viejo Wade’ daría inicio a su expedición. Y Wade, ¿acaso él no teme?
Con esta nueva entrega, y mucho más que en las anteriores, Davis logra atender con detalle esa situación -casi esquizofrénica- de amar y odiar a un país al tiempo. Yo lo he vivido en carne propia, al igual que mis pares, conocidos y desconocidos: un amor ciego por un paisaje biológico único en el planeta “[…] si la biodiversidad de la Tierra fuera un país, su nombre sería Colombia”. (p. 301). Un país que a su vez es un universo cultural sin parangón: de música, historias, acentos, cantares, bailes, que no tiene mayor renombre internacional de cuenta de la obsesión blanca por la cocaína.
¡Este país enamora! Mientras tanto, nosotros, los enamorados debemos aprender a vivir con las fallas de nuestra amada. Fallas humanas, propiciadas por una posición poco conveniente en la historia mundial: un lugar subordinado en la producción mundial de alimentos, de materias primas y de saberes; que un pésimo liderazgo no ha logrado cambiar. Acá, nosotros debemos, generación tras generación «hacernos hombres», como García Márquez “en una tierra en la que la muerte no era un destino lejano, sino una carga que había que asumir todos los días de la vida, una amenaza tan constante como la noche”. (p. 427) Levantarnos cada mañana en una geografía donde el narco más popular de la historia nos hizo un regalo único: “quitarle el valor a la vida y hacer del asesinato un oficio lucrativo.”. (p. 196). Simultáneamente, convivimos románticos y soñadores, con magia y alquimia, y pensamos cosas como éstas: “En Colombia -respondió [José Manuel Zapata, ‘Morita’]- una mariposa es simplemente una flor que aprendió a volar. Por eso tenemos tantas.”. (p. 309) Yo, montañero, sueño con plantar un bosque de flores amarillas: Guayacanes en las laderas de ese antiquísimo terruño que constituye el Parque de los Nevados.
Davis, con detalle, esmero, tacto, empatía, explora nuestra historia, siempre en el río, en su cuenca y márgenes. Profundizando esta realidad tan dura que es la de ser Colombiano: la de querer huir buscando un presente, mientras unas raíces de ceiba crecen de nuestro corazón sembrado. El antropólogo canadiense no sé si a propósito, o como producto secundario, explorará esto desde una laguna en el Huila hasta Bocas de Ceniza. Acercándose a actores armados y a víctimas, pensando en conquistadores y en libertadores, buscando pueblos coloniales y ruinas precolombinas. Davis hace lo que tantos hemos soñado. ¿Será la visa aquello que se lo habrá facilitado? Conocer esta realidad desde una posición bastante privilegiada; tal vez… Pero, eso será otra historia.
Colombia, mirándola desde lejos y desde cerca es una Cocora: una estrella de agua. Como sí a lo largo y ancho del territorio, durante generaciones, se plantaron múcuras, buscando sembrar agua; ¡nuestro mayor tesoro! Davis lo ha entendido bien y por eso es justamente un río el depositario de nuestra identidad. Colombia, un lugar tan único que antaño el agua decidió quedarse a mirar el paisaje, convertida en glaciar. De eso, muchos años ya. Ese hielo ya no aguantó el mal de altura, ni el paisaje de monocultivos de bienes raíces , de un Magdalena que represado ya no crece, de pueblos sin perdón. Esos hielos se evaporaron: vivimos la muerte de ese estado del agua en el trópico. A mi alrededor serán solo volcanes: Ruiz, Quindío, Tolima, Santa Isabel. ¿Cómo cambiará la experiencia?
Precisamente también por eso este libro es tan importante: es tanto un recuerdo como un llamado de atención. Nos cuenta cómo nuestra identidad cultural está anclada a un paisaje natural. Nosotros podemos dejar de ser sin los pájaros que vio Humboldt, sin las plantas que hacen música, sin los caimanes que inspiran poemas. Es por nosotros mismos que tenemos que repensar nuestra relación con lo no humano y reconocer las obligaciones medio ambientales que tenemos. Echar a perder esa mentalidad que nos invita a «tumbar el monte», destrozando nuestro futuro; como también repensar el derrotismo: “Lo hemos declarado irremediable e irreparable para eludir la responsabilidad que tenemos por su destino y su bienestar”. (p. 444)
Volcanes, ríos, nubes, en Colombia hacen uno solo y (para mí) el páramo es el punto de transición. Un lugar de mucho respeto: la altura, el frío, la niebla. El pasado fin de semana visité uno muy especial en mi corazón: la Laguna del Otún, en el departamento de Risaralda. Luego, intentamos llegar a la base del Paramillo del Quindío pero kilómetros nos separaban de nuestro destino. Al retorno el bosque alto andino nos despidió con una vigorosa lluvia que, escapando como nosotros de las alturas, llegaría a una quebrada, para en pocos kilómetros unirse al río Quindío, que se pierde a su vez en el Río Cauca, este último que entre abrazos y caricias se vuelve uno solo, justamente con el Magdalena. Bajar una montaña de noche con el croar de las ranas delineando los árboles, fue una experiencia única.
“No hay un lugar en Colombia que esté a más de un día de todos los hábitats naturales que hay en el mundo.”. (p. 24)
Con este nuevo libro Davis me invita a dar rienda suelta a mis pies y cumplir ese sueño de recorrer Colombia. Así como antes lo había hecho, narrando las andanzas de su viejo docente Schultes, cuando me alentó a conocer la Orinoquía y la Amazonía. Algo que también logró de manera póstuma el comisionado de Paz Alfredo Molano. Igualmente la exploradora Valerie Meikle, en la más íntima de todas estas crónicas de viaje. A veces me pregunto: ¿Cuándo escribirá Davis un libro sobre cerros y páramos? Que esté cargado de historias locales. Donde sea posible encontrar también respuestas a ese mundo de tinieblas que es la prehistoria colombiana; ¡me niego a seguir creyendo en esa narrativa que este paisaje comenzó con Europa!
Me pregunto yo también, una y otra vez, ¿cuándo será que este blog sobre listas y libros dará vida a otros proyectos? Como, por ejemplo, un viaje por la espina dorsal del planeta; o, por los senderos de Colombia al estilo de la Fundación Senderos y Memoria. Ya es mucho tiempo dándole vueltas a estas ideas, es momento de seguir el ejemplo de las gotas e irme recorriendo mundos y buscando el mar.
Citas:
- “El sacerdote [muisca] consumía estas hojas sagradas [de coca] todos los días por el resto de su vida, lo mismo que tabaco y, en ocasiones, un poco de datura y de yopo, las semillas de un árbol que contenían el alucinógeno más poderoso entre aquellos conocidos, una triptamina que se podría decir que no distorsiona la realidad, sino que la disuelve.” (p. 76)
- “Con el tiempo, la búsqueda de leña para los vapores mutó en una especie de misión que tenía un atractivo particular para quienes veían el acto de deforestar como una forma de civilización y conquista, el triunfo de la voluntad humana sobre el caos y los impredecibles peligros del mundo natural. Para ellos, la frase ‘tumbar monte’ tenía un sentido patriótico, casi religioso.”. (p. 178)
- “Lo que ocurrió en los sesenta en Colombia no fue tanto consecuencia de una conspiración comunista global, sino consecuencia del fracaso de una nación para lidiar con injusticias económicas arraigadas en la estructura misma de su sociedad, que ningún pueblo verdaderamente democrático puede tolerar o soportar hoy día.”. (p. 234)
Bibliografía:
- Magdalena: Historias de Colombia
- Wade Davis
- Editorial Planeta Colombiana. Sello Crítica
- Bogotá
- 2020
- 479 páginas (después de todos los apéndices)