“The idea of nature as unchanging or fluctuating only modestly around a stable equilibrium, often called the ‘balance of nature’ view goes back a long way, at least to the ancient Greeks.”. (p. 27)
154. Rambunctious Garden: Saving Nature in a Post-Wild World – Emma Marris
Casi un año después de haber entregado mi tesis -debidamente abonada por Guerrilla Gardening–, sigo metido dentro de un jardín pensando en lo aprendido. En casa, cuido un par de camas -con albahaca, remolachas, orégano y repollo- que están siendo devoradas por orugas; más bien, alimento un grupo de orugas. Alrededor hay un amplio y ecléctico jardín con un palo de dulces naranjas, un piccolo aguacate, varias heliconias, un par de arbustos de coca (siempre cerca para preparar un poderoso mate), plantas de aloe, novios, cuernos de alce, y un número infinito de orquídeas -como el universo, infinito y en expansión. También trabajo en un jardín en construcción en una finca: he plantado aromáticas, plantas locales, y flores que llaman polinizadores. En ambos me hacen falta todavía las bayas, los frutos, pero eso llegará en su momento.
Ese proceso, escribir una tesis durante la cuarentena, me llevó a viajar por casi una decena de jardines, tanto públicos como privados, en parques y ventanas. Casi siempre la historia se repetía: es virtualmente imposible determinar qué es local, y qué no lo es: hay quienes han adoptado flores asiáticas como parte del paisaje Danés primaveral; otros hacen la vista gorda al sembrar un collage de semillas en sus jardines; expertos buscan sembrar solo plantas nativas para crear entornos más salvajes (¿y patrioticos?) mientras en casa siembran frutos americanos: tomates, calabazas y ajíes. En las estanterías, hay banderitas danesas –Dannebrog– estampadas en las bolsas de papas.
“It wasn’t until societies attained a little safety, prosperity, and leisure that nature in its wildest aspect began to seem rather romantic.”. (p. 18)
Ahora que no estoy más en climas fríos, recuerdo esa ruleta rusa que es el clima Danés: en el Jardín Botánico veía nieve primaveral, arrodillarme en el barro era cosa semanal en Moesgaard. Muchísima agua, en todo lado; tan solo en un puñado de veces (durante todo un semestre) el sol se asomó tímido y débil entre las nubes. El clima es el tema predilecto de conversación entre los daneses y más aún para los jardineros. Constantemente volvíamos al cambio climático: el invierno récord, las temperaturas del verano pasado, la inquietud, la incertidumbre.
Homo Pangaea. De eso es lo que hablaban los jardineros y Emma Marris: de ese salpicón biológico creado por los seres humanos en un planeta que hemos -aparentenemte- tornado inestable. Maíz americano siendo cultivado en un África cuyo Sahara se expande hacia Europa. Caballos corriendo salvajes por las planicies estadounidenses que ya no tienen bosques. Millones tomando un hervido de una baya etíope que corre montaña arriba buscando sobrevivir. Hay quienes le llaman a este trueque de especies y personas ‘el intercambio colombino’ – hay un libro algo viejito y muy recomendado sobre este tema The Columbian Exchange de Alfred W. Crosby- y a ese apocalipsis climático el Antropoceno. Yo, hoy, quiero invitar a que reflexionemos sobre ambos.
A la berma del camino unas Margaritas me recuerdan del poema de William Blake: “Para ver el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre”
“When conservationists focus on ‘pristine wilderness’ only, they give people the impression that that’s all nature is. And so urban, suburban, and rural citizens believe that there is no nature where they live; that it is far away and not their concern. They can lose the ability to have spiritual and aesthetic experiences in more humble natural settings.”. (p. 150)
Antes que nada, quiero invitar al abandono del ‘intercambio colombino’. Cristóbal Colón viajó de ida y vuelta por el Atlántico, cuando el intercambio compromete también al Pacífico, al Índico, incluso a los movimientos biológicos -pero antropogénicos- dentro de las masas continentales de Abya Yala y de Eurasia-África. ‘Colombino’, al atarse a Cristoforo, invita a una imprecisión geográfica. Lo otro que trajeron esas carabelas fue una nueva relación con la naturaleza y el embrión de un sistema económico. Lo que se llevaron: comida barata, mano de obra barata, energía barata, conocimientos no reconocidos (solo es pensar en la anestesia), riquezas. Y, ¿a cambio de qué? Una lengua común en detrimento de miles; una religión única, mesiánica que no entiende al otro. Mal negocio, socio. Sembraron desolación, la llamaron civilización; cuando los civilizamos las manos, conocimiento y alimentos Americanas, Asiáticas y Africanas.
Segundo, este intercambio ha venido sucediendo desde mucho antes del nacimiento de ese genovés, y, siguió sucediendo tras su caída en desgracia. A Beringia, por ejemplo, la atravesaron hace decenas de miles de años cuando los glaciares se extendían y los mares eran más bajos. Los polinesios fueron increíbles navegantes que poblaron el Pacífico llegando hasta Hawai’i. Los primeros habitantes de la masa continental Australiana trajeron consigo perros. Aunque es cierto que a partir del siglo XV, con el advenimiento de la modernidad y sus conquistas técnicas –“que tanto destruyen el alma” como dice Stefan Zweig- el proceso de intercambio humano, vegetal y animal se aceleró y aumentó exponencialmente.
Guayacán amarillo, árbol cuya florecencia me recuerda las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia en la obra Magna de Gabriel García Márquez. Varias veces al año motea la cordillera Quindiana con luceros. Foto pertenece al autor
Tercero, que es la síntesis de ambos puntos: al darle el nombre de ese personaje a semejante proceso, historia de la humanidad se rinde ante Europa. La realidad, la experiencia humana, es muchísimo más compleja, interconectada y diversa de lo que a los Megalómanos Europeos les gusta pensar. Esta historia de Homo Pangaea inició en África subsahariana, de ahí subió entrando primero al Máshrek, donde Europa y Asia fueron lentamente ocupados. Pronto, el subcontinente, el Sudeste, el continente aislado; por arriba, se entró por Bering a toda América. Milenios después el resto de las islas fue habitado. Luego, los europeos lo registraron cuando la humanidad lo había olvidado, pero con tinta escribieron: ‘lo hicimos nosotros’.
“This blindness has generally been most apparent in countries colonized by Europeans. For generations, whatever state the landscape was in when the first white men stepped off the boat was considered ‘wild’. Until recently, indigenous peoples were dismissed as too few and too undeveloped to seriously affect the landscape in which they lived.”. (p. 43)
Ahora bien, aunque pareciera que me fui por una tangente -por las ramas ya que hablamos de jardines-, no es el caso. Éste es un tema interesantísimo que está dando mucho de qué hablar en un sinfín de disciplinas, donde no hay consenso, y es sobre lo que versa este libro. Cuando hablamos de Homo Pangaea estamos entrando en el terreno de la conversación sobre el Antropoceno. El punto de partida es el siguiente: los seres humanos hemos estado presentes en todos los resquicios del planeta -incluidos los tres polos-, y todos estos espacios han sido modificados al punto que ya hay una huella indeleble en la superficie de la misma. ¡Los seres humanos nos convertimos en una fuerza geológica!
¿Cómo? ¿Desde cuándo? ¿Cuáles son las implicaciones antropológicas? ¿Qué quedará en la superficie: plásticos, carbono, isótopos radioactivos, huesos de pollo? Al hablar de ‘antropoceno’, ¿no están todos los humanos de todos los tiempos recibiendo el mismo poder, historia y también responsabilidad? Ya que todas las huellas vienen después de la modernidad-colonialidad, ¿no será más adecuado hablar de capitaloceno? Estas, tan solo algunas de las preguntas que tantos expertos se plantean -y que Marris ágilmente evita.
Este libro lo he vivido: en mi afición por la naturaleza y en mis expediciones, su contenido hace ecos a ideas que han estado germinando en mí. Sin embargo, mi mayor crítica a este libro: versa muy poco sobre jardines. Sobre jardines y jardinería era lo que yo quería aprender cuando empecé a escribir mi tesis. En este tema los libros han sido una pésima escuela: sigo sin saber cómo semillar, no distingo suelos, y la preparación de abonos se mantiene como un misterio. Las personas, por otra parte, han sido una fuente inagotable de conocimiento. Libros andantes como los de la disto`pía de Ray Bradbury que me han mostrado cómo deshierbar, de qué manera es mejor aflojar la tierra, cuanta urea pide un árbol. Los libros me han inspirado, pero son las personas quienes me han enseñado.
Adicionalmente, la visión de Marris es un tanto religiosa: la de un mundo jardín, el retorno al Edén. La Tierra completa como un espacio dominado indiscutiblemente por el hombre. Todos los espacios altamente controlados, supervisados y planeados. ¡Adiós a la incertidumbre! Saluden a las naturalezas hechas a medida, de diseñador, ‘ecosistemas nuevos’, migración asistida, que son la materialización de sueños donde sin duda alguna especies con importancia cultural primarán. Ésta es la victoria última y secreta del discurso del antropoceno. No es que hayamos dejado una marca indeleble, sino que a través de sembrar el pánico, la desconfianza, el miedo a la incertidumbre, hemos obtenido la justificación para el control absoluto: la política y la poética del antropoceno como resalta el arqueólogo Nick Shepherd. ¿Quienes llevarán la batuta? Eso lo veremos en los próximos años.
¿Hay otros jardines posibles? Yo creo que sí. Veo a mi alrededor y pienso que ese sueño de dominio es imposible sin la técnica petroquímica, que algo así no se puede sin motores ni aspersores; ¿será el futuro, entonces, distópico? También observo -¿o sueño?- que el mundo sigue siendo demasiado diverso, complejo e interesante como para que semejante ensoñación orwelliana se haga realidad. Debemos mantener espacios salvajes, incontrolados, tanto grandes como pequeños. Pero, más importante aún: reconocer nuestro impacto, y que no somos los únicos que sobreviven de la tierra. Ah, y también: ¡el ser humano tiene que vivir entre la naturaleza! Despidámonos del discurso misántropo que dice que todo lo que hace el hombre es malo; perorata que antecede a las expropiaciones y a la urbanización forzosa. ¿No me creen? Lean historia de los parques naturales del mundo.
“While European conservationists focused on sustainable human use and avoiding extinctions, America perfected and exported the ‘Yellowstone Model’, based on setting aside pristine wilderness areas and banning all human use therein, apart from tourism.”. (p. 18)
Queramos reconocerlo, o no, nuestra identidad viene de la tierra -nuestra política, de la propiedad sobre la tierra que determina sus usos, pero esa es otra historia. La manera cómo nos entendemos a nosotros mismos y cómo comunidades humanas empieza con la relación entre el hummus y la semilla que plantamos: con qué cosechamos, de qué manera lo hacemos y cómo comemos. Michael Pollan tiene toda la razón al afirmar que ‘comida es cultura’, pero antes tuvo que crecer. Por otro lado, todos nuestros mitos, como la idea de la nación, tienen un telón de fondo que es naturaleza, plantas, árboles, hortalizas. La importancia cultural de las semillas es innegable: es rurakuna quien mazca coca, en el Popol Vuh la humanidad es hecha de maíz y en Colombia nuestro afán por comer arepas hace de todas nuestras células parte mazorca. ¡Siempre hay plantas! El monocultivo, la permacultura, la agricultura orgánica, las semillas transgénicas, todo esto es tanto una batalla económica como política y cultural.
Hoy por hoy, metido entre las quebradas de mis Andes, sigo con esta afición de tener tierra bajo las uñas. El clima ya no es un problema, pues siempre habrá lluvia tropical, eso es una certeza. Ahora, he cambiado a los afables y serios daneses por nubarrones de pequeñas moscas chupasangre, que en vez de hygge y cafecito me regalan una irritación tremenda. Así y todo, he hecho un intercambio interesante en lo biótico: una mayor anarquía en la vida gracias a nuestra posición ecuatorial; ¡energía abundante! Intercambié estaciones por frutos permanentes, suelos congelados por un barrial infinito. Y aquí, tan lejos, sigue la degradación ambiental, pero de ese tema me hace mucha falta leer.
Bibliografía:
- Rambunctious Garden: Saving Nature in a Post-Wild World
- Emma Marris
- Westchester Book Group
- New York
- 2011
- 210 páginas