“Era que se iba creando un ambiente de zozobra, como cuando va a caer una tormenta y el cielo se pone negro, los animales no se pueden estar quietos, las hojas de las matas se quedan como esperando a ver qué es que va va a pasar. Así pasó antes del 9 de Abril.”. (p. 91)
166. Los Años del Tropel – Alfredo Molano
Arrancó este libro con una oración que para el autor tal vez haya sido un axioma: “Por experiencia sé que los prólogos no se leen porque son hechos para salir del paso y quedar bien; no con el lector, sino con el escritor, que por lo general es un amigo. Naturalmente, uno puede hacer un prólogo para sí mismo.” (p. 9) A lo mejor fue una tímida manera de, saliendo con un poco de arrogancia, envalentonarse y encarar el miedo que es publicar. Aunque yo debí hacerlo dos veces, tal vez él haya creído genuinamente que la gente no lee los prólogos. Ahora, lo de los amigos es cierto: solo es ver quién escribe ese primer ensayo para Enrique Serrano.
Su prólogo me dejó con un sabor extrañísimo en la boca: bastante de confusión, con algo de resonancia. En primer lugar, a lo largo del libro me encontraba perdido una y mil veces, no por los contenidos de las historias, sino por sus personajes: ¿cómo podía alguien vivir, sobrevivir, pervivir, tanto? Volví entonces al prólogo para recordar la intención detrás de cada uno de los segmentos de sus libros, de esos capítulos con nombres tan campesinos, tan montañeros, tan colombianos. Mientras iba releyendo sus reflexiones -sobre cómo los personajes cuentan historias, que contar cuentos tiene “algo de mágico”, que “No se trataba de hacer la historia de la Violencia, sino de contar su versión” (p. 11)- Molano me recordaba: este libro no es historia, no es academia, sino algo distinto. Ahí resonó esa ligera incomodidad que tengo con la academia, con sus reglas, su ritmo, su idioma.
Decidí leer este libro, Los Años del Tropel, tras cruzarme con uno de esos aforismos millennial: un meme. Este dibujito decía que con leer 3 libros sobre cualquier tema uno sabría más que la gran mayoría de personas. Por tanto, me puse a la tarea con 3 libros sobre Colombia: éste, Historía Mínima de Colombia de Jorge Orlando Melo (que está siendo leído), y Antes de Colombia de Carl Langebaek -que está pedido. A Magdalena de Wade Davis no lo cuento solamente porque me crucé con ese meme tiempo después de haberlo leído.
Ahora bien, cómo mide uno esto: ¿cómo saber que se sabe más que la mayoría de personas? ¿Qué mayoría de personas? ¿Dónde, fuera del colegio, hay maneras de medir el conocimiento por temas? Mi experiencia ha sido que con cada libro que leo encuentro que cada tema tiene más aristas que las que imaginaba con anterioridad. Con este ha sido así: geografía Colombiana, poesía Tolimense, mitología Caribe; nuevos universos literarios abriéndose mientras exploro la historia colombiana. ¡Resumir Colombia en 3 libros! Qué sinsentido. Tras leer esos tres libros sospecho que lo único que lograré saber es que un tema no se agota con tres libros; creo que eso ya lo saben «la mayoría de personas».
Luego, está esa otra mitad del axioma, el prejuicio: la suposición de la ignorancia de la gente. En general, cada que leo busco hablar sobre y luego escribir de lo que leo. Lo hago tanto para aprehender al máximo cada libro, como para intentar verlo con los ojos de alguien más, viendo si hubo algo que omití/olvidé/no-entendí. En estas conversaciones, con otros y conmigo, he ido aprendiendo que las personas a mi alrededor saben de antemano de mis libros: los han leído, han hablado sobre ellos o han leído cosas afines. Me he encontrado con que muchos son expertos en formación -tal vez llevarán 1 libro de los 3. Además, incluso sin tener conocimientos específicos sobre un tema, saldrán a flote observaciones pertinentes, seguidas de comentarios que me harán reflexionar. Ahora, un juego interesante es buscar adivinar en qué temas son realmente expertos, sobre qué han leído más de 3 libros. En este país donde se supone la gente lee tan poco, hay mucho genio secreto.
“Los alcaldes, los jueces, todos los empleados del gobierno eran puras marionetas. Yo te nombro y tú me ayudas, era la consigna. Claro: así no había presos, ni impuestos, ni multas para los conservadores, y para los liberales no había auxilios, ni becas, ni favores.”. (p. 22)
Así y todo, en época preelectoral, leer más sobre este tema que he escogido nos ayudaría mucho, muchísimo, no necesariamente 3 libros, con uno solo estaría tan agradecido… No tiene que ser un libro de historia colombiana; puede ser poesía, fotografía, una crónica de viajes. Pero, eso sí cuando lea, pregúntese por sus fuentes y diversifíquelas. Y, si escoge leer Gabriel García Márquez, tómese la molestia de leerlo nuevamente. Ese ‘lo leí en el colegio’ sabemos todos que es cuento; vuélvase un experto en el Realismo Mágico. Sin embargo, en este momento divago.
“Me acuerdo que de una de esas reuniones en que se hablaba de hacer las cosas rápido, volando, fue que salió el apodo de pájaro. Hacer las cosas como un pájaro era hacerlas volando, en el acto. Y en verdad así se hacía”. (p. 15)
Rápido = Volando= Sin justicia
Esta no era mi primera opción con Alfredo Molano. Después de haber leído Cartas a Antonia y tras años de escuchar ese nombre ser repetido en mis dos casas -aquella dónde están mis medias limpias y en mi casa Colombia- tenía mentalmente apuntados dos títulos: A Lomo de Mula y Trochas y Fusiles. Con cualquiera de esos dos quería empezar. Los intuía más cercanos a mis días y mi vida; más útiles para mi ejercicio de ‘experticia exprés’. Estaba equivocado. Lo que necesitaba leer era justamente Los Años del Tropel.
“El problema fue para enterrarlo. Habían jurado no dejarlo enterrar en el cementerio porque los ateos, los masones y sobre todo los suicidas no tenían derecho a la sagrada. Decían que él se había suicidado; que había provocado tanto a los godos, que el asesinato era un suicidio, un puro suicidio.”. (p. 135)
Lo entendí en el prólogo: “La violencia como una forma de participación”. Y sí, si quiero entender a la Colombia de hoy debía ir al comienzo: al momento dónde la violencia, la amenaza de su uso y la violencia extrema y creativa se fraguaron como formas de participación. Tenía que leer sobre La Violencia (con mayúsculas), esa que dio vida a tantas hijas homónimas a lo largo del siglo XX y no ha parado en el XXI. Un incendio que lentamente ha ido consumiendo este breñal, ardiendo durante 80 años y arrastrando consigo centenares de miles de personas en una seguidilla de episodios donde nada se renueva, nada se resuelve, y la muerte sigue rampante. Toda una nueva manera de hacer país que arrancó con un pistoletazo en un andén de la Carrera Séptima llegando a la Avenida Jiménez el 9 de Abril de 1948. ¿Habrá que darle cédula de ciudadanía a la parca?
Con el paso de los capítulos, leyendo las historias de sus personajes, me encontraba en los lugares dónde hace décadas murieron tantos, de maneras tan brutales, y fueron amenazados tantos más. Todos lugares cercanos a mi espacio geográfico actual, lugares donde las historias de mi vida han acaecido: Génova es un municipio del departamento que me vio crecer, el parque de los Nevados lugar de aventuras, a Neiva la visité hace meses. Y así se repetían pueblos y veredas bañadas de muerte donde yo he estado. Y no me ocurría lo que a uno de los personajes de este libro quién remembraba: «eso de saber que por donde uno pasa ya han pasado los grandes, eso es muy emocionante, eso lo hace a uno sentir más importante.”. (p. 210) Asco y miedo, eso sentía, leyendo cómo tantas instituciones colombianas -la capihorca, el boleteo, el corte de franela- llevan tanto tiempo, tan afianzadas en la mentalidad nacional.
“No era la muerte lo que a uno le daba miedo, sino el hecho de que se le hubiera perdido el respeto. ¿Cómo se puede aceptar tanto crimen, tanta maldad?”. (p. 64)
Tres libros son pocos para hacerse un experto sobre un tema, expertos ya los hay y suponer ignorancia en el otro no es un buen ejercicio. Luego, tres libros sobre historia colombiana puede ser una invitación a leer sobre una muerte lenta e ininterrumpida: los 50 fueron de los chulavitas, en los 60 aparecieron las guerrillas, desde los 80 la historia de Colombia la han escrito los narcotraficantes y los 90 son una década perdida donde Colombia por poco se pierde. Y, en esta arista de la historia colombiana -la violencia como forma de participación- Alfredo Molano fue una voz experta que recorrió el país visitando a sus víctimas. Él se entrevisto justamente con esos ‘nadies’ que en estas elecciones se volverán a olvidar. “Pero, como decimos los colombianos para rematar la tragedia que contamos, ‘en fin…’.”. (Molano 2020, p. 280).
Este solo fue el primero de los libros.
En fin…
Bibliografía:
- Los Años del Tropel
- Alfredo Molano
- 1995 (Mi Edición es de 2021)
- Penguin Random House Grupo Editorial SAS / DeBolsillo
- Bogotá D.C
- 281 Páginas