“So drastic was this revolution that to contemplate it now is to be reminded of a truth about landscapes: that our responses to them are for the most part culturally devises. That is to say, when we look at a landscape, we do not see what is there, but largely what we think is there.”. (p. 18)
147. Mountains of the Mind: A History of a Fascination: Robert MacFarlane
La historia de una fascinación; y, ¡sí! Me gustaría empapar las líneas de esta entrada con mi propia experiencia y vivencia de las montañas colombianas, de esos Andes bajo cuya sombra crecí. Hablarles de mi propia fascinación, cuasi obsesión, mostrando cómo este libro vive en mí; cómo también soy un hijo de las ideas rastreadas en esta historia. Acá, en el neotrópico, dónde los Andes se fragmentan en 3 cordilleras que muy originalmente llamamos Occidental, Central y Oriental… Cadenas montañosas que se alzan en muchos puntos por encima de los 4,000 metros sobre el nivel del mar, y en algunos por encima de los 5,000. Un país tropical donde hay cumbres que ven nieve y vieron glaciares, muchos de los cuales desaparecerán en un par de décadas.
“To understand a little about geology gives you special spectacles through which to see a landscape. They allow you to see back in time to worlds where rocks liquefy and seas petrify, where granite slops about like porridge, basalt bubbles like stew, and layers of limestone are folded as easily as blankets.”. (p. 43)
Yo crecí viendo un puñado de estas cumbres nevadas. En mi infancia, esperando el bus del colegio, veía el Volcán Nevado del Tolima, Yulima, Tolima: las nieves del gran río Yuma. Desde algunos salones tenía el privilegio de ver el Volcán Nevado de Santa Isabel, Poleka Kasue. ¡Qué mejor manera para no prestar atención! Estos dos picos helados están dentro de la jurisdicción del Parque Nacional Natural de los Nevados, un área colosal protegida a medias, donde también se alzan El Volcán Nevado del Ruiz, El Volcán Paramillo del Cisne, El Paramillo de Santa Rosa, y El Volcán Paramillo del Quindío. ¡Cumbres sobre los 4,500 metros! Tan solo pensar en esto me dan ganas de tomar mis botas.
“There are many ways to die in the mountains: there is death by freezing, death by exhaustion, death by rockfall, death by ice-fall, and death by the invisible aggression of altitude sickness, which can cause cerebral or pulmonary oedema.”. (p. 97)
Eso sí, son parajes de mucho, muchísimo cuidado: el mantenimiento de los senderos es un tema complicado, las precipitaciones son altas, hay movimiento de ganado ovino y bovino, suben y bajan mulas de las comunidades de campesinos de páramo, y -sin duda alguna- el presupuesto no da para tanto. Perderse es una posibilidad. Luego, el resto de infraestructura de recreación no está bien pensado (no creo que esté pensado): los marcadores de senderos son básicamente inexistentes, los puntos de acampada son poco claros, encontrar un guardaparques es difícil y las historias de evacuaciones son aterradoras. Los cambios de altura, la pluviosidad y la temperatura ambiente del lugar invitan a hipotermias, mal de altura, deshidratación; en fin…
“This is the human paradox of altitude: that it both exalts the individual mind and erases it. Those who travel to mountain tops are half in love with themselves, and half in love with oblivion.”. (p. 157)
El páramo, ese pastizal de altura que cobija a nuestros cerros, esa ruana de los volcanes, es un lugar de cuidado y respeto. Para quien lo ha visitado resulta obvio por qué tantas comunidades indígenas -de la Sierra Nevada de Santa Marta, del Cocuy/Güicán, del Nevado del Huila- respetan, protegen y evitan ingresar a estas alturas: tan solo ciertos elegidos pueden hacerlo. En su cosmovisión páramo, glaciar y lagunas glaciares suelen ser sacras, lugares de conocimiento, de transición. Pero, aclaro: cada una de éstas es una comunidad diferente, su ideología cambia así como cambia su paisaje: Koguis, Arhuacos, Nasa, Kankuamos, Wiwa, campesinos paramunos, U’wa. La alta montaña colombiana es un lugar tan impactante, tan hermoso, único y diverso. El silencio. Los golpes del viento. Los telones de niebla que repentinamente cegan.
También he estado fascinado por las montañas, pero sin la experiencia ni las libras esterlinas de MacFarlane. He podido hacer unos viajes entre cerros Andinos -al Tolima, al Cumbal- también sueño con subir al Santa Isabel y caminar por los Ritacubas. Desde la distancia vi la nieve de Illimani. Caminé por el Presidential Range, desde dónde a lo lejos asomaba Katahdin, el fin del Sendero de Larga Distancia de los Apalaches. Pero, la vida del Europeo, monedas tan fuertes y ciudades tan interconectadas, dan envidia, también dan subdesarrollo -pero, eso es otro tema.
Tristemente, eso es este libro: una oda a las pisadas de los alpinistas Europeos. Es la historia del montañismo Europeo: los Alpes son la plataforma donde aparece la institución, la actividad, la fascinación. Luego, serán los terrenos colonizados -del Himalaya, de África- dónde escolares se volvieron maestros. Sudamérica, lo dice el autor, el lugar de entreno para los cerros de Asia. En mis años también he visto la base del Aconcagua, montaña que aún me intimida.
Esta, una historia que no está muy lejos de lo que pasó en Colombia. La misma idea de subir montañas sacras es un producto de esa blancura residual en nuestra sangre mestiza. Fuimos mapeados por Europeos, nombres como Agustín Codazzi no son precisamente chibchas. Luego, fueron foráneos e hijos de inmigrantes quienes hicieron esas primeras cumbres en la Sierra Nevada de Santa Marta, en el Cocuy o el Wila. Solo es ver los nombres en las primeras páginas del montañismo en Colombia: Alexander Von Humboldt, Jean-Baptiste Boussingault, Elisee Réclus, Alphons Stubel, Frederich Simmonson, Alfred Hettner, expediciones de las Universidades de Londres y de Cambridge, Erwin Kraus, Antonio Lampl, Guido Pichler, Enrico Praolini, Heriberto Hublitz, Enrique Drees, Augusto Gansse, Georges Cuene.
Es como la historia de los ríos y las selvas: los crónistas de viajes siempre foráneos. Viajes imperiales, al menos los que he leído. La historia del conocimiento local sigue un camino semejante a aquel que sigui´o el pasado. Exploradores, que luego se hicieron llamar arqueológos y antropólogos, desentrañando el pasado de esta tierra, desenterrándolo y enviándolo lejos. Eduardo Galeano entendió bien el destino Latino en cuanto a nuestras riquezas físicas: la tenía clara con las materias primas y los alimentos, pero se le olvidaron las ideas, el conocimiento, el pasado, la riqueza intangible; eso también se robó.
“Although we might like to believe that our experience of altitude is utterly individual, each of us is in fact heir to a complex and largely invisible dynasty of feelings: we see through the eyes of innumerable and anonymous predecessors.”. (p. 167)
¿Acaso eran mejores? ¿No es esta la historia del montañismo una de privilegios? De hombres, siempre hombres, de sociedades tan afluentes que podían darse el ‘gusto’ de abandonar sus familias, comunidades, y sociedades, y eran aplaudidos por hacerlo. Imperios que conquistaron el mundo, que lo hicieron suyo para los ‘suyos’. Que luego se movieron por él, mientras prohibían a los demás hacerlo: los victorianos ingleses, alabados en este libro, se movieron fue por su imperio. El propio Humboldt, alemán, la vio grave para entrar a los Andes y más tarde a Rusia. En parte la historia continua: las montañas siguen siendo un espacio de privilegiados, ricos, blancos, aptos, hombres en su mayoría.
Amazonas, América, Ruiz, McKinley, espacios que perdieron sus nombres y con ellos sus historias. Los nombres dan significado, «vuelven lo desconocido, conocido» (MacFarlane 2003, p. 191). Al re-nombrar, nuevas historias se sobreponen sobre los paisajes: George Everest se alza física y alegóricamente sobre Chomolungma y Sagarmatha. Un hombre blanco al servicio de la corona, derrota -al menos momentáneamente- a deidades madres, a los nacimientos del cielo y el mar. Los Europeos desesperados por hacer esto, por micronombrar quebradas y morros, tomaban posesión y transportaban el imperio con ellos a casa: «Graffiti Imperial» (p. 191).
Mientras tanto, nosotros, los cuerpos poscoloniales reclamamos con nombres precolombinos una historia que existió, pero que desconocemos. Un mundo que habitamos como intrusos parciales: nuestros usos, costumbres y voces siendo Europeas; nuestra geografía, sangre, vidas, Americanas. Con anhelos de un pasado, de un deseo de profundidad, pues, ¿cómo tener un después sin un antes? Intentamos materializar el año 1491 (del calendario europeo) con voces: Serancua, Marona, Nobaca, C’unduákë, Cocora… No obstante, todavía hay una historia que falta: ¡la precolombina! ¿Qué significaban los cerros andinos antes de la colonización cultural de la que hemos sido producto? Sé que más al sur, en tierras dónde se hablaba otro idioma, los cerros son apus, señores, producto de veneración. En lugares tan al sur como el Norte de Argentina en esos picos se daban ceremonias de enterramiento de jóvenes.
“In ways that are for the most part imperceptible to us, we all bend our lives to fit the templates with which myth and archetypes provide us. We all tell ourselves stories, and bring our futures into line with those stories, however much we cherish the sense of newness, of originality, about our lives”. (p. 271)
Las montañas, argumenta eficazmente MacFarlane, son complicadísimas. Hay un sinnúmero de ideas y conceptos que las cobijan, determinando nuestra experiencia sobre las mismas. Tantas emociones que aún yo vivo: lo sublime, el miedo, el riesgo, autocontrol, autoconocimiento, crecimiento personal, resiliencia, firmeza de carácter, libertad, individualismo, iluminación, revelación. Es solo pensar en el debate que se dio en torno a su edad y surgimiento: ¿han estado siempre allí? Una pregunta que hoy no nos inquieta, pero tremenda pelea académica causó hace unos siglos: preguntárselo era sacrílego. Su respuesta cambió la manera cómo nos comprendemos a nosotros mismos.
“What we call a mountain is thus in fact a collaboration of the physical forms of the world with the imagination of humans -a mountain of the mind.”. (p. 19)
Como ven, este es un libro atado a mis sueños y mis paisajes. También es parte de anhelos y melancolías. Lo leí en una tierra sin cerros, donde la colina más alta recibe el nombre de «la Montaña del Cielo». Un lugar donde pensaba en mis Andes Quindianos, y también reconocía lo cerca que estaba tanto de los Alpes como los Pirineos. Lo diría Robert Burns mejor que nadie: «Mi Corazón está en las montañas, dondequiera que vaya» (My heart’s in the Highlands, wherever I go). ‘Veneración’, esa fue una emoción que le faltó a las Montañas de la Mente de las que habló MacFarlane. Eso hacemos nosotros, los no europeos, adoramos a la Tierra y sus criaturas; no a los hombres ni a esos Dioses que han creado a su semejanza.
Citas:
- “Hope, fear. Hope, fear -this is the fundamental rhythm of mountaineering. Life, it frequently seems in the mountains, is more intensively lived the closer one gets to its extinction: we never feel so alive as when we have nearly died”. (p. 71)
- “Returning to earth after being in the mountains […] can be a disorienting experience […] you expect everything to have changed. You half-expect the first people to see you to grip you by the elbow and ask if you are alright, to say you’ve been away for years. But usually no one notices you’ve been gone at all. And the experiences you have had are largely incommunicable to those who were not there. Returning to daily life after a trip to the mountains, I have often felt as though I were a stranger re-entering my country after years abroad, not yet adjusted to my return, and bearing experiences beyond speech.”. (p. 204)
Bibliografía:
- Mountains of the Mind: A History of a Fascination
- Robert Macfarlane
- 2003
- Granta Books
- 306 Páginas