151. White Fang – Jack London
¡Qué clásico! ¡Qué libro! Otro más que leo del afamado London, Jack London. Un gran nombre en el mundo de los libros sobre el Oeste, de la domesticación de lo salvaje, del espíritu estadounidense de finales del Siglo XIX; imbuido él mismo con el destino manifesto. Un autor en el cual hay que detenerse con detalle si se es amante del wilderness americano, de los Parques Nacionales y de sus bosques. Un nombre infaltable si se desea conocer la cultura y literatura de los Estados Unidos de América.
Jack London está presente en Gary Snyder, Richard Proennecke, Aldo Leopold, Henry David Thoreau, Bill Bryson, Teddy Roosevelt, Jack Kerouac, Roderick Nash, Cheryl Strayed, y Edward Abbey. Yo creo que hasta George Monbiot lo ha leído. Toda una dinastía de escritores fascinados por la belleza de lo no humano, hipnotizados por los paisajes de valles y montañas. Un collage de nombres fascinados por el mundo que está allá afuera: que tomaron el camino menos transitado, quienes creen que es más seguro allá arriba y dejan su corazón en tierras altas. Conclusión: hay que llamarse Bob.
Todos estos, casi sin duda alguna, han leído a London. Pero, ¿a quién leyó Jack London? ¿Cómo saberlo? Muy seguramente habrá posado sus ojos en las obras pioneras de George Perkins Marsh (hay un capítulo sobre él en La Invención de la Naturaleza de Andrea Wulf) y a lo mejor muerto de frío y hambre en Alaska recitó algo de John Muir. Leyendo a estos tres -Marsh, Muir, London- siente uno el espíritu de la época. Que no es el mismo que está presente en los románticos europeos, sino uno más violento, más indómito, que glorifica la destrucción, más propio de esa tierra sin leyes ni Dioses que ha sido el continente Americano; dónde todos -animales, humanos, reyes y Dioses-, todo el tiempo, desesperadamente intentan sobrevivir. Algunos de los apartados que más se calaron en mi mente versan justamente sobre eso: luchar para sobrevivir.
«And out of this classification arose the law. The aim of the law was meat. Life itself was meat. Live lived on life. There were the eaters and the eaten. The law was: EAT OR BE EATEN.”. (p. 28)
La historia de la lectura de este libro fue épica. Llegó a mí un día, durante el invierno boreal y en un contexto de serias restricciones por la pandemia. Era una noche oscura, una noche muy fría, una noche sin compañía. Entonces, hice lo que mejor sé hacer en esos momentos: tomé un libro. Lo leí en inglés, y desde la primera página vi lo fácil que sería leerlo: de vocabulario simple, escaso de personajes, bastantes monólogos, narrado desde la óptica de nuestro protagonista -el perro lobo- una criatura fiera pero infantilizada. El resultado: leí este libro de un tirón, terminándolo hacia la madrugada. Cuando cerré el libro la noche seguía oscura y aún más fría. Era como si el mundo de London estuviera cobrando vida, mientras tanto sentía en mí el fuego de la confianza: presto a entrar en combate, todos los músculos como el acero. ¿Un libro de auto ayuda? ¿Me quise ver en el protagonista?
Esta novela es todavía más rica cuando es complementada y comparada con otro de sus libros: El Llamado de lo Salvaje. ¡Que también me encantó! Mientras en este último es lo salvaje, lo no domesticado, lo abandonado, aquello que llama y pulsa en nuestro pecho: el viaje de ida, el descenso. En White Fang, nuestro héroe canino encontrará paz y consuelo en la civilización: un viaje de regreso. ¿O estarán las direcciones al contrario?
El de London es un mundo conveniente, simplificado, fácil de comprender e interiorizar, lleno de binarios duales antagónicos, básico. ¿Propaganda? Tal vez lo sea… Es llamativo el humanismo presente: siempre hay jerarquías y los mejores somos nosotros, los humanos, y entre todos siempre está un hombre blanco excepcional. En ambos libros la violencia es omnipresente: cuando niño, cuando adolescente, el hombre blanco, el Dios loco, las peleas, el clima, los muertos. La violencia, es la vida misma, en su deseo de seguir estando viva.
Esta es una historia vista a través de los ojos de un autor que le dio el visto bueno a la expansión del capitalismo. El libro es una oda a la modernidad y al serlo condensó el espíritu que se vivía en ese momento, como también lo avivó. Hay conversaciones que están imbuidas por el espíritu del momento -de la realpolitik, del Darwinismo social- como aquella de oprimir a los débiles. London intenta presentar así a la naturaleza, cuando creo que es la sociedad del hombre blanco la que él estaba proyectando. Una mirada romántica, que desde la ficción, alabó, justificó y colaboró en la expropiación de tierras seguida de la explotación desenfrenada de la naturaleza. Estas acciones que Moore y Patel tanto criticarán en su libro. Pero, no me quiero adelantar a nada y creo que ya desvelé más de lo necesario.
“White Fang knew the law well: to oppress the weak and obey the strong.”. (p. 74)
La historia real -tanto personal como colectiva- que está entretejida en este libro es fascinante: el crecimiento de las grandes ciudades portuarias del Pacífico Estadounidense, la explotación de Alaska, el frenesí por el capital propio del cambio de siglo, la omnipresente pobreza. Sin saberme del todo su historia personal, sin embargo, tengo la idea que London no terminó muy bien sus días. Muriendo joven, el descanso que sintieron ambos de sus perro-sonajes -acurrucándose en California el uno aullando en Alaska el otro-, le fue vetado al autor. Muy al estilo Hemingway, estos prohombres, mega machos, conservadores, tradicionales, terminan solos, encerrados con una botella, pasados de peso.
Aquel fue un momento histórico: ¡la antesala de la hegemonía estadounidense! Ahora bien, hoy nosotros vivimos otro de esos momentos críticos de la historia -pareciera que se está acelerando de hecho… La pandemia Covid-19 ha estado muy presente en mis últimos escritos, determinó mi relación con los libros, sobre lo cual este blog versa. La enfermedad y las políticas públicas pensadas para contenerla nos alejaron de las personas, de normalidades, planes, sueños.
Algunos vieron una oportunidad para adelantar proyectos -por ejemplo, yo fui uno de esos que cuidaron una masa madre durante semanas y en el proceso aprendí panadería. También yo soñaba con los libros que había dejado atrás: pilas, montañas de obras sin empezar, adquiridas con esmero, siguiendo recomendaciones de amigos, respondiendo a curiosidades propias y tomando las indicaciones de libreros. Libros increíbles sobre el frente germano-soviético durante la Segunda Guerra Mundial (Guerra Absoluta de Chris Bellamy), o crónicas de viaje (Into Thin Air de Jon Krakauer). Yo pensaba en ellos mientras veía mis paredes y estanterías yermas. Cuando la pandemia dio inicio tenía conmigo poquísimos libros, tal vez Mountains of the Mind, The Omnivore’s Dilemma y El Ché. Y nada más.
Eso de leer durante la pandemia fue una labor complicada. Al principio, todas las bibliotecas y librerías estaban cerradas. Tampoco podíamos intercambiar libros. Luego, unos puntos específicos, limitados, finitos, fueron habilitados para entrega y recolección. Nada de conversaciones, ni intercambios: libros, sin personas. Más tarde, regresó el encierro total -fue allí donde me desvelé leyendo a J. London. A los meses, con la lentitud de la primavera, se reinició la apertura de la sociedad: unos lugares se volvieron a habilitar para recoger libros. ¡Más tarde se permitió el ingreso a la biblioteca! Pero, con el compromiso de resultados negativos a la mano, siempre. Las ventas de Orwell se dispararon. Lo que fue volver a leer en una biblioteca fue realmente especial. Estar rodeado de otros, quienes como yo, querían pasar días en la biblioteca, viendo libros, escuchando gente pensar, oliendo el pasar de las hojas. Una suerte de V-Day en silencio.
Hay una particularidad de esa biblioteca pública: La Biblioteca Estatal y Universitaria de Aarhus, la Biblioteca Real. Allí, hace años, decidieron alejar a las personas de los libros: en nuestra curiosidad y gula, tomamos libros y los cambiamos de sitio, dificultando la vida bibliotecaria. Construyeron entonces una alta torre -‘la torre de los libros’-, una columna de ladrillos que domina el paisaje urbano. En esta bóveda vertical guardaron celosamente todo: libros, periódicos, videos. Si uno necesita algo debe solicitarlo a través de una plataforma. Es súper fácil, rápido y ajeno. No puede uno pasear el dedo índice de lomo en lomo, oliendo libro, deslizando un poco el objeto de interés, mirando una portada, teniendo esa experiencia sensorial de buscar un libro mientras alguien observa y tal vez recomienda.
Prestos los lectores se quejaron: «¿¡Cómo puede ser una biblioteca sin libros!?» Salomónicos, los directivos determinaron poner libros de decoración, inútiles, no leídos, no leíbles. Todo para que cientos de personas se sintieran en una biblioteca. Que curiosa es la especie humana…
“He watched the man-animals coming and going and moving about the camp. In fashion distantly resembling the way men look upon the gods they create, so looked White Fang upon the man-animals before him, They were superior creatures, of a variety, gods. To his dim comprehension they were as much wonder-workers as gods are to men, They were creatures of mastery, possessing all manner of unknown and impossible potencies, overlords of the alive and the not alive -making obey that which did not move, and making life, sun-coloured and bitting life, to grow out of the dead moss and wood. They were fire-makers! They were gods!”. (p. 44)
Bibliografía:
- White Fang
- Jack London
- The New Windmill Sesies
- 215 págines
- 1967
- London