“La fuerza, aunque se resistan a verlo los bienpensantes, proporciona la coerción final por medio de la cual toda sociedad establecida se protege de los enemigos del orden, tanto internos como externos.” (p. 382)
96. La Máscara del Mando: Un Estudio sobre el Liderazgo – John Keegan
Tremenda frase para un hombre que se identificaba como pacifista. Alguien que también defendería la necesidad de pelear ciertas guerras: Keegan. El historiador inglés: John Keegan. El lord. Primero académico, luego periodista. Un clásico. Un autor de referencia. Prolífico autor, profesor de academias militares y de universidades de renombre internacional. Su obra, de docenas de títulos, cuenta con libros sobre guerras, habla de batallas, soldados, generales, y profundiza en personajes dentro de este capítulo oscuro de la historia que tantos libros tiene dedicados: la Guerra.
“Aquel que conduce hombres a la guerra solo puede mostrarse ante sus subordinados a través de una máscara, una máscara que deberá confeccionar para sí mismo, pero de tal forma que lo identifique ante los hombres de su época y su lugar como el líder que quieren y necesitan.” (p. 22-23)
La Máscara del Mando es transversal a todos estos episodios de la humanidad, sin ser un estudio de la guerra. Es, más bien, un libro sobre esos que llevan a y dirigen las guerras -hombres, siempre hombres. El proyecto es adentrarse en el liderazgo. Él lo hace concentrándose en la figura del héroe militar. Arranca con un caso arquetípico: Alejandro. Así como Augusto hizo a los emperadores, el Macedonio puso los cimientos sobre los cuales líderes políticos y militares que le han seguido han obrado: todos los imperativos de los que hablará Keegan a lo largo de su ágilmente escrita obra, los improvisó Alejandro. ¡Hasta los crespos se los replicarían durante siglos! Hasta el mismísimo Octaviano, el primer emperador, le replicaría.
“Su terrible legado (el de Alejandro magno) fue ennoblecer el salvajismo en nombre de la gloria y dejar un modelo de mando que demasiados hombres ambiciosos intentarían emular en los siglos futuros.” (p. 117)
Keegan escogerá a cuatro líderes disímiles para profundizar en diversos estilos de liderazgo y ponderar su éxito: Alejandro Magno, el Duque de Wellington, Ulysses S. Grant y Adolf Hitler. Sí, qué salto de siglos tan vasto el que hay entre el primer y el segundo militar, pero mal que bien en esos milenios fue poco lo que la vida varió; y, despu´és cambi´o mucho en muy poco. Sin embargo, muchos podrían argüir que durante esos siglos entre Alejandro y Wellington poco o nada cambiaba la vida de una generación a la siguiente. Bueno, ya hacia final de la Edad Media aparecerían las armas de fuego -sin estrías primero- y se terminó unificando el planeta en un solo sistema mundo cada vez más pequeño gracias al viento, el carbón y el petróleo.
Así y todo, luego vendría la modernidad y se aceleraría el tiempo gracias a un sinfín de artilugios que llevaron a un continente a creer que estaba justificado en expandir el horror, pues al hacer conquista llevaba al resto de la humanidad hacia un futuro ‘mejor’: más tecnológico, más opulento, más más. Aparecieron las ciencias, el motor a vapor, el motor de combustión interna, los ferrocarriles, la sistematización en la dotación del ejército -excelentemente bien detallada en otro libro de Keegan, Secesión-, el colonialismo, el darwinismo social.
El resultado sería que entre Wellington y Hitler la sociedad en su conjunto se trasmutó y la guerra y las batallas quedaron irreconocibles: metralletas, trincheras, submarinos, bombarderos estratégicos, vehículos de oruga, guerra total, armas de destrucción masiva. Hoy, la historia -al menos desde un materialismo estricto- se ha acelerado tanto que ya no sabemos en qué mundo nos despertaremos: reconocimiento facial, guerras en vivo, sistemas de armas autónomos. El cambio se volvió imparable en todas las esferas de la vida: ¡el cambio quedó registrado en los estratos geológicos! Pero, esa es otra historia.
Sobre Julio César, Gastón, Tillu, Sydlitz y el propio Wellington: “todos ellos se guiaban por una ética en la que el elemento heroico seguía siendo importante; una ética por medio de la cual el jefe debía ganarse la consideración del soldado y, si lo alcanzaba una bala o lo hería el acero, compartir su destino.” (p. 153)
Volvamos a los cuatro: Alejandro, Wellington, Grant y Hitler; el héroe, el antihéroe, el liderazgo no heroico y el falso heroísmo. Además, hay un capítulo adicional por fortuna sin héroe, con un nuevo modelo de líder político-militar. El último capítulo está dedicado al líder ideal (¿necesario?) para la era nuclear, que Keegan bien llamó el posheroismo. Ahora, soy consciente que estoy develando montones de esta obra, pero mi intención es que al hacerlo invite a otros a leerla.
“Los líderes políticos de los estados nucleares se han convertido hoy en Alejandros; los depositarios de la responsabilidad última, tanto militar como política, de los estados que presiden. Aunque con una diferencia inquietante: aquellos cuyas manos están más cerca de las armas con las que la sociedad se defiende son justo los que, en el caso de que sean utilizadas, se situarían más lejos de sus consecuencias físicas.” (p. 414)
En general no es posible hacer un ‘spoiler’ sobre estas historias: no hay giros en estos capítulos que no hayamos estudiado, son historias conocidas y repetidas. Alejandro alcanzó la gloria de joven y sus generales, los Diádocos, sumieron a Oriente Medio en un caos que duraría siglos -y que un Occidente ególatra llamaría ‘El Periodo Helenístico.’ Wellington era un hijo de su siglo: clasista hasta la médula. El final de Grant no hizo reflejo a su vida. Y, pues Hitler: quedó sin tumba, ni lugar de reposo, y su legado es un espanto de la historia. Este es un libro que sigo considerando cuantas más personas lean mejor.
“La pasión que animaba a los ejércitos de la revolución, y que les fue transferida a los ejércitos napoleónicos, procedía de la idea de que todo hombre debe, y también puede, ser soldado.” (p. 218)
La Máscara del Mando es uno de esos libros que más he amado leer dentro de este ejercicio. Bien podría estar en una lista de mis libros más influyentes. Lo amé leer. Sin embargo, detesté el proceso posterior a la lectura: una poslectura nada heróica. Cada página traía consigo interesantes reflexiones, eventos, nombres y datos que quería dejar grabados en mi mente: repetía las frases con frecuencia, releía párrafos, intentaba memorizar. Esto es algo que me pasa con los libros de no ficción: con los de historia, también los de periodismo, incluso los pocos de filosofía que he leído. Todos estos he decidido que hagan parte de este ejercicio, pues no quería leer tan solo ficción como La Lista original lo proponía. Pero, a pesar de lo mucho que me gustan, procesarlos tarda muchísimo más tiempo que una buena y corta novela de ficción.
Una de las cualidades que más me han atrapado de las obras de Keegan es la manera cómo las escribía -y que las traducciones le han hecho honor. Es el segundo libro que leo de este autor: hace algunos años, durante universidad, decidí adentrarme en Secesión: La Guerra Civil Americana (Turner, 2011) para conocer un poco más de este capítulo de la historia de los Estados Unidos. Corría el año de 2012 y el autor falleció mientras leía su libro. Ambas obras deslumbran por su prosa. La narración de las batallas es tensionante, está cargada de vividez, me mantuvo pegado a sus hojas, incapaz de parar. Pero, sí tengo una queja de este libro: ¿y las imágenes qué?
“Los héroes, en última instancia, mueren al frente de sus soldados y tienen una sepultura honorable. Hitler murió sin la presencia de nadie, y sus cenizas están esparcidas por algún lugar que ni siquiera hoy podemos ubicar.” (p. 380)
Con los años sus libros han madurado y todavía pienso en ellos con una alegría nostálgica. Pienso en ellos como libros para releer, y en cada oportunidad que se presenta se los he recomendado a amigos y alumnos por igual. Llevo un buen tiempo cogiendo impulso para leer otras de las obras de Keegan: El Rostro de la Batalla (Turner Publicaciones 2013) y A History of Warfare (Pimlico 2004). Pero, estoy tan atrasado con mi proyecto de leer mil libros en diez años que me encuentro inflando números, leyendo libros que siento puedo despachar con agilidad.
La acumulación de libros, el tsundoku es fuerte en mí: adquiero libros (y ensayos y artículos) a un ritmo mayor del que puedo leerlos. Las pilas abundan a mi alrededor, en todo espacio que visito. No importa el sistema que tenga para despachar estos libros acumulados -que 3 libros de temas diferentes al tiempo, que un mínimo de páginas diarias, que un mínimo de tiempo de lectura al día- los libros sin leer siguen ahí como un recordatorio de mi gula… Tan solo ayer me mostraban una cita:
“Porque a los veinte, una biblioteca es una ilusión, a los cuarenta un lugar de plenitud y a los sesenta un recordatorio permanente de que la vida no te va a alcanzar para leerlos a todos” (Piedad Bonnett, en Qué Hacer con Estos Pedazos, 2021, p. 12).
¿Cómo hacer las paces con la incapacidad de leer todo lo anhelado? ¿Cómo leer un poquito más cada año, cada día? ¿De qué manera vivir más rodeado de libros, literatos y lectores?
Bibliografía:
- La Máscara del Mando: Un Estudio Sobre el Liderazgo
- John Keegan
- Traducción de José Antonio Montano
- Turner Publicaciones S.L
- 2015
- Madrid
- 438 páginas